GRISÁLIDAeSCOJO LA MADUREZ DE LO GRISES |
Rafael Nadal ha llegado al US Open 2013 como el máximo favorito y con el Número 1 del mundo a tiro. Tras adjudicarse recientemente de forma consecutiva los Master 1000 de Montreal y Cincinatti, ha aterrizado en Nueva York en un estado de forma sublime. Pero, ¿cómo es posible, precisamente este año y en la superficie a la que peor se ha adaptado a lo largo de toda su carrera? De sus 59 títulos solo 14 han sido en pista dura, tres de ellos en esta misma temporada. Para tratar de entenderlo hagamos un repaso a su historia reciente. Hace año y medio tenía claramente por delante a dos jugadores que le habían desbancado en la clasificación. Pese a mantener su hegemonía sobre polvo de arcilla, en la que volvió a ganar Roland Garros en 2012, Novak Djokovic y Andy Murray estaban, como mínimo, un escalón por encima. Pero es que, además, tras caer en segunda ronda en Wimbledon 2012 se vio obligado a parar a causa de la lesión crónica de sus rodillas. Una lesión que le mantiene fuera de las pistas cada vez más semanas al año. Esta vez, el diagnóstico de los especialistas fue más pesimista. Su tendinitis rotuliana se había agravado y existía serio riesgo de acabar en una retirada precoz, como ya le ha sucedido a otros deportistas de élite. Se optó por iniciar un tratamiento conservador con inyecciones de factores de crecimiento, el mismo de ocasiones anteriores, pero durante más tiempo y sin plenas garantías de éxito. No se puso fecha a su regreso a las pistas, llegando incluso a especularse sobre una opción real de dar por finalizada su carrera. Ni Rafa, ni su tío y entrenador, Toni Nadal, han confirmado nunca este extremo, pero parece bastante verosímil por los datos que se iban conociendo y la lectura entrelíneas de las entrevistas que concedían. En el mejor de los casos, y cuando la mejoría de sus rodillas le permitieron volver a entrenar, se dudaba del retorno de un Nadal ganador de grandes torneos, y, mucho menos, aspirante a Número 1 del mundo. Varias veces se aplazó su reaparición, hasta que, finalmente, lo hizo siete meses después en la gira sudamericana de tierra batida, en torneos menores. Como se esperaba, después de tanto tiempo sin competir, su juego estaba carente de ritmo y sus piernas se movían con una lentitud desacostumbrada; letal para un tenista cuyo juego depende de su movilidad en la pista. En el Open 250 Viña del Mar, en Chile, alcanzó a duras penas la final, cayendo ante el argentino Horacio Zeballos, entonces número 73 del mundo. En España se le dio rango de proeza al subcampeonato después de tanto tiempo sin competir, pero lo cierto es que las dudas sobre sus posibilidades de volver al más alto nivel seguían latentes. Una semana después llegó su victoria en Brasil, también sobre tierra batida, ante David Nalbandián en dos cómodos set, por 6-3 6-2. Había elevado el nivel ostensiblemente. Después llegó a Acapulco (México), donde dio el salto de nivel que le devolvió de la noche a la mañana a la élite. Derrotó a David Ferrer, uno de los jugadores más en forma del circuito, siempre temible sobre polvo de arcilla, con un demoledor 6-2 6-0. Nadal había vuelto. Crecido y con ganas de tenis, varió sus planes iniciales y se inscribió en Indian Wells, en pista rápida, donde contra todo pronóstico alcanzó la final, en la que derrotó a Juan Martín Del Potro, que antes había tumbado a Novak Djokovic. Se estaba escribiendo una resurrección deportiva sin precedentes. Pero llegó el primer batacazo. Perdió ante Djokovic en Montecarlo, territorio Nadal por excelencia, más incluso que el mismísimo Roland Garros. El serbio se había marcado como principal objetivo de la temporada ganar en París y acababa de poner la primera piedra. Las victorias en Barcelona, Madrid y Roma devolvieron la confianza a Rafa, que conquistó su octava Copa de los Mosqueteros venciendo en un duelo titánico a Djokovic en semifinales, para imponerse en la final, casi sin despeinarse, a David Ferrer.
Su regreso a la hierba de Wimbledon, en esta ocasión sin jugar torneo de preparación previo, despertaba grandes expectativas. Pero Nadal perdió en primera ronda, peor resultado incluso que el año anterior. Según el balear y su entrenador, la visible cojera que le vimos durante buena parte del partido ante Steve Darcis (110 de la clasificación ATP) no fueron la causa de la derrota, calificada desafortunadamente por algunos medios españoles como «humillante». La pronta eliminación de Wimbledon bastó para que automáticamente fuera descartado como aspirante a grandes victorias en el último tramo de la temporada, la que históricamente peor se le ha dado, basado, eso sí, en un razonamiento lógico: su regreso victorioso había tenido como escenario —salvo en la sorpresa de Indian Wells, la más lenta de las pistas rápidas— la tierra batida, en la que hasta lesionado se le considera favorito. Pero en las rapidísimas pistas de Montreal, Cincinatti y Nueva York, no podía ganar. No ahora. No tras siete meses de lesión. No tras caer como lo hizo en Wimbledon. Sin embargo, lo hizo en los dos primeros con el tenis más mortífero que jamás nos haya brindado. No se trata de pequeños matices, de variaciones en su juego imperceptibles para los no especialistas, sino de un giro radical en el modo de disputar cada punto. La semifinal contra Djokovic en Canadá dejó ver con claridad al nuevo Nadal. Nunca antes el rey de la tierra batida había jugado con esa agresividad todo un partido y cada uno de los juegos de los tres sets. La exhibición de Rafa tuvo continuidad en la final ante Raonic y más aún en Cincinatti. Si en Montreal el tenis de Nadal fue vertiginoso, en Ohio, en el Western & Southern Open, la pista más veloz del circuito, fuimos testigos de una evolución tenística fuera de toda lógica. Cada uno de sus rivales sucumbió, no ya ante el poderío físico de Nadal, ni siquiera ante su mítica fortaleza mental o ante su pesada derecha de zurdo al revés del contrario, que a la larga acaban forzando su error, sino, todo eso, pero unido a una violencia desconocida en su servicio, a un revés cruzado ganador y a su famoso paralelo elíptico de derecha, único en la historia de este deporte, pero usado con mucha mayor asiduidad de la que nos tenía acostumbrados. Como resultado, torneo al bolsillo y unas estadísticas globales en las que el antiguo Nadal no se reconoce, superando a sus rivales en golpes ganadores e igualando en saques directos a los mejores sacadores del circuito, como Berdych o Federer. Estas son las razones por las que Rafa Nadal ha comenzado el US Open como el máximo favorito. Porque Nadal ha evolucionado, o, para ser más exactos, ha vuelto a hacerlo. También en esto es único en la historia del deporte. Con 27 años, cuando cabía la posibilidad de tener que retirarse por culpa de sus lesiones crónicas, no solo volvió, sino que aprovechó su obligado descanso para mejorar, para elevar aún más su nivel cuando hacía tiempo que parecía haber alcanzado su techo tenístico, que por otro lado, era más que suficiente para pelear con los mejores. Lo cierto es que, en mi opinión, primero Federer y luego Djokovic le han ayudado. No intencionadamente, claro está, pero para alguien con el espíritu guerrero de Nadal, con su deseo inagotable de mejorar y de llegar siempre hasta el límite, la presencia de rivales «imbatibles» excita su ADN ganador. Y Federer lo era cuando Rafa llegó al circuito, y lo fue Djokovic cuando en 2011 le ganó en todas las finales que disputaron. Y se ha reinventado. Es lo mismo que hizo el serbio cuando en un momento de su carrera se dio cuenta de que jamás podría vencer a Nadal con su físico, su mentalidad... y su revés. Durante todo un año, en 2010, trabajó solo en ese objetivo: ganar al español. Él y sus entrenadores moldearon su cuerpo, su mente y su juego para fabricar al tenista anti Nadal. Lo consiguieron, para, de paso, elevarlo a lo más alto de la ATP. Pero ahora, el que vuelve a mandar es Rafael Nadal, y parece que la reconquista del Número 1 es solo cuestión de tiempo. No me he olvidado de Federer ni de Murray, pero ninguno de los dos tiene la humildad suficiente para reconocerse inferior a los dos primeros del ranking y trabajar duro para tratar de alcanzar su nivel. Es la única crítica que se le puede hacer al suizo, cuya carrera ya es leyenda. Su tenis no tiene comparación, y esa es, tal vez, la razón de su «estancamiento». Es imposible mejorar la perfección, por eso se mantiene inalterable desde que empezó a ganar torneos, en 2001. Ni siquiera cambió nada cuando Rafa le tomó la medida y empezó a ganarle torneo tras torneo. Ahora, en su peor temporada y en el séptimo puesto de la clasificación, no parece ya rival para los mejores, aunque no hay que descartar algún coletazo letal de su inigualable clase, sobre todo sobre la hierba de Londres. Pero, volviendo al principio, el US Open 2013 parece que solo tiene tres dueños posibles, si contamos al siempre desconcertante Murray, defensor del título. Pero el nuevo y evolucionado Nadal, como máximo aspirante, y Djokovic, cabeza del ranking ATP, herido y enrabietado por sus últimas derrotas en Roland Garros, Wimbledon, Montreal y Cincinatti, parecen «condenados» a regalarnos uno de los mejores partidos de la historia. Otro más, después de los muchos que hemos visto de Federer, Nadal y Djokovic en los últimos años. Curiosamente, casi siempre, uno de los protagonistas ha sido el manacorí. Un dato que debería hacer recapacitar a sus detractores, una exótica raza de aficionados a los que solo puedo atribuir una escasa cultura deportiva. |