GRISÁLIDAeSCOJO LA MADUREZ DE LO GRISES |
El movimiento de los «indignados», los del 15-M o como prefiera usted llamarlos, no tiene padres conocidos. Como quiera que la criatura apunta maneras, más de uno anda solicitando pruebas de ADN, unos para tratar de demostrar su procedencia turbia con el objeto de desacreditarlo, y otros buscando rastros de consanguinidad con el que presumir de vínculos familiares, aunque sean lejanos. Todos desearían —por razones distintas— que este movimiento social, eminentemente juvenil y, sin duda, espontáneo, fuera lo que no es, ni aspira a ser. Lo malo es que incluso los que intuyen que por principios deberían apoyarlo, tampoco han entendido muy bien lo que está pasando. Mucho menos aún la clase política, poco acostumbrada a lidiar con actores imprevistos ante los que no tienen desarrollados sus mecanismos automáticos de defensa. Puede usted lanzarles a la cara sindicatos amenazantes, demoledores datos económicos y hasta imputados por corrupción en sus filas; sabrán cómo esquivarlos sin inmutarse. Siempre podrán decir aquello de «¡y tú más!». Pero si la amenaza que se cierne sobre sus rígidas campañas electorales no tiene forma ni color definido y utiliza armas desconocidas por ellos, sus imperforables escudos —incluidos los medios de comunicación que filtran según «relevancia» los contenidos— se vuelven inútiles. No es que el 15-M haya llegado a las primera páginas, es que las han tomado al asalto sin que nada ni nadie pudiera impedirlo. Y a buen seguro que más de un director de campaña habrá insinuado al medio afín lo «innecesario» de tal protagonismo en plena «fiesta de la democracia». De nada les ha servido.
Merece la pena detenerse un momento en el espectáculo que han dado los dos grandes partidos tras la irrupción de los «indignados». Confieso que me apetece más como travesura que como análisis político, pero seguro que entre todos seremos capaces de extraer también alguna conclusión beneficiosa. La perplejidad que ha provocado en ellos, lo demuestran sus descoordinadas secuencias de declaraciones, variante a medida que pasaban los días y crecía la ola, y completamente incoherentes si atendemos a las contradicciones en los mensajes, dependiendo de quiénes y cuándo las pronunciaban dentro del mismo partido. Hicieron ridículos esfuerzos por aparentar que no se sentían aludidos mientras torpemente simulaban complicidad con sus demandas, al tiempo que trataban de mantener las distancias con el adversario pese a que sabían que, por una vez, compartían el mismísimo centro de la diana. Como cada gesto, cada palabra y cada decisión está supeditada casi siempre —en campaña siempre— a si suma o resta votos, una anomalía como la del 15-M tenía por fuerza que descolocar a la jerarquía política. Buscaban y rebuscaban en su catálogo de respuestas precocinadas, pero no les salía nada. PP y PSOE tienen tan mecanizado el «si tú blanco, yo negro», que prefirieron practicar contorsionismo político con tal de no admitir los parecidos razonables con el oponente, con los que les estaban bombardeando a golpe de tweet. En un alarde de cinismo,Zapatero y Rajoy llegaron a pedir el voto de los acampados de toda España. El líder socialista, asegurando que su partido es quien mejor representa los valores que reclaman, y el presidente de los populares, porque «así es como se echa a los malos gobiernos». Ni una palabra de autocrítica, ni un síntoma de que una mínima parte del mensaje llegaba a sus oídos —demasiados vatios en los mítines—, ni un gesto que haga albergar esperanzas de que, al menos, se mirarán al espejo por si es verdad algo de lo que los jóvenes les acusan. No tienen la más mínima intención de hacerlo porque no entienden nada. Les basta, o eso creen, con que sus hinchas más radicales, los que jamás cuestionan, los que nunca interpelan, les llenen los estadios de banderas y aplausos, y las urnas de votos. |